miércoles, 23 de junio de 2010

CAPÍTULO IV: En donde acontece el acto más largo, de acuerdo a la longitud de cierta ausencia.

M.G.
Mientras la hostería se llenaba con vírgenes, poetas y brujas, no muy lejos de allí apareció el hombre llamado Diego Cerrojo quien iba cegado con la venganza y dando a la hostería de Cristófano Butarelli el apellido de responsable de sus desdichas, resolvió en largo juramento quemar el antro hasta dejarlo en un puñado de cenizas. Y como la idea se le hacía cada vez más atractiva, se alegraba y se animaba cada vez más y hablando para él iba por la calle, como loco en tormenta barruntando el desastre.
- Todos reían sí, reían mi desventura, mas yo, Diego Cerrojo, soy hombre pequeño pero grande en valor y nadie se ríe del hijo de mi madre sin hacer llorar a la propia. Porque nadie se mea encima de mí…
Y diciendo estas palabras las entonó tan altas que vino a asustar a un mulo marrón atado a una argolla y cuyas orejas le servían de toldo a los ojos, la pobre bestia sin saber qué se le venía encima y tuvo a bien soltar una coz por si acaso golpeando al desdichado de Diego Cerrojo. El dueño del animal que andaba en su casa haciéndole un negocio a su esposa oyó el testarazo y se asomó, se encontró a Diego tendido y al comprobar que no tenía pulso, supo en el instante lo que pudo haber pasado, suplicó al cielo porque Diego respirase, mas no había ningún signo de vida. Asustado miró a los lados por si alguien le hubiese visto. Entonces tuvo la brillante idea de subirlo al mulo y hacer como quien transporta un borracho hasta sacarlo de Sevilla y buscarle un “buen destino” siempre lejos de su culpa. Le montó y le paseaba, y si se topaban con alguien por la calle el mulero hablaba en altas voces maldiciendo el vino y a los borrachos. Las gentes reían o murmuraban, mas a nadie se le ocurría tomar el pulso de don Diego. Al cabo de un rato se dio cuenta de que por donde quiera que caminaba aparecía un aguacil, o un cura, o alguien que le hacía tomar la dirección que él no quería viéndose convertida la ciudad en un inmenso laberinto de paredes como barrancos. En uno de esos rodeos vino a darse de cara con el Guadalquivir mostrando sus mansas aguas como un enorme carril en movimiento, y se le ocurrió bajar el difunto de un mulo para echarlo en un carro aunque de agua fuese. Se cercioró de que no había nadie y con gran prisa dejó a Diego a merced de las aguas, para después desaparecer en medio de las callejuelas de la ciudad.
Diego se hundió para segundos después emerger, primero boca abajo, después boca arriba y comenzar poco a poco un lento paseo por el río. Dos pescadores que habían echado las redes notaron que algo se les venía encima, al principio creyeron que era una rama o un trozo de biga, algo que había de romperle la red, después al verlo más de cerca y la cara se les tornó blanca.
- Aurelio, que hemos pescado un hombre.
- Ca, suéltalo que nosotros no somos el Cristo, que este pedazo de carne sólo habrá de procurarnos problemas.
- Pero, ¿y si está vivo?
- Si ese está vivo yo no soy hombre. Suelta, suelta y que se vaya con Dios.
- Pues nada Aurelio, sea.
Diego siguió la corriente, lejano a su voluntad continuaba un camino que le retiraba de cualquier destino. Como ajena a sus propósitos llegó a su cabeza una cigüeña que creyó que era un buen lugar para posarse, el ave estaba muy flaca llevaba varios días volando desde África y buscaba algo que comer, seca y mareada apenas se percató de donde se había ubicado, aunque cuando daleó la cabeza y vio el feo rostro de Diego salió volando espantada.
No muy lejos de allí una muchacha miraba el Guadalquivir desde un puente, un joven bachiller experto en seducciones le recitaba poemas de amor. A lo que la joven respondía con silencio, abrumada posaba sus manos blancas sobre las oscuras piedras del puente, luchando por no girarse y perderse para siempre.
- ¿No es verdad ángel de amor que en esta apartada orilla más clara la luna brilla y hasta el aire se respira mejor? – le decía el bachiller parafraseando a Zorrilla.
- Ay, qué significa eso – decía la joven la cual disfrutaba con aquella verborrea sin saber qué se le estaba comunicando.
- Que… en fin. estooo… que tu belleza es tal que se refleja en las aguas del río haciendo palidecer a la mismísima luna.
- ¿Sí? – dijo extasiada, apunto de ceder, casi sin querer bajó la mirada como queriendo descubrirse entre el agua, sin embargo lo que encontró fue la cara pálida de Diego.
La joven gritó de tal manera que espantó a cuatro gorriones. El bachiller por fin la vio volverse, mas para zamparle una bofetada y verla alejarse como una chiquilla mal criada a la que no le han dado el capricho solicitado.
- ¿Pero qué he dicho? – preguntó sorprendido el bachiller.
Diego seguía su deambular, al capricho de la corriente. A veces se unía a un poco de espuma, otra vez chocaba con un palo que parecía acercarse para curiosear para seguir su propio camino. Diego se giraba, se hundía para emerger con cierta gracia. De vez en cuando un pez se acercaba para intentar llevarse algo a la boca, para alejarse decepcionado desapareciendo en medio de las opacas aguas.
Juan de Dios Martínez, el herrero de manos recias, llevaba varios días sin poder obrar. Tenía el vientre duro y le dolía una barbaridad, su esposa le había dado todo tipo de bebedizos y seguía igual. De todos modos la mujer seguía insistiendo y más por que se callase que por convencimiento propio Juan de Dios se acercó a las eneas y comenzó a apretar. Entonces vio pasar un bulto en la lejanía, se subió los pantalones y trepó a un árbol, sí era un cadáver, acababa de ver un cadáver flotando y venía directo a la orilla. Juan de Dios esperó a que llegase y una vez cerca meneó la cabeza, estaba tan cerca de su herrería que tan sólo podía traerle problemas, por lo que cortó una caña y lo alejó hasta devolverlo al cauce. Esperó hasta verlo desaparecer, entonces se giró y encontró a su esposa lívida, la pobre se había llevado tal susto que se había orinado encima.
Diego, en este juego loco de azar, iba buscando la orilla, el río se había hartado de jugar con el cuerpo y ya le estorbaba, lo condujo hasta dejarlo varado. Por allí, cerca de Sevilla pasaban Esteban Dolores y su criado Felipe Romero, este último demasiado arropado para el clima estival que disfrutaban. Esteban Dolores soñaba con ser un bandolero y trataba de argumentar sobre el éxito de su empresa. Felipe, cuya simpleza le limitaba la capacidad de comprensión sólo acertaba a afirmar. En un momento dado se acercó a la orilla para orinar y sin saberlo lo hizo sobre la cara de Diego Cerrojo quien por una carambola del destino al calorcillo del líquido abrió los ojos. Felipe ni siquiera le había visto tenía la vista fija en donde quiera que su amo estuviese hablando. Esteban paseaba con las manos a la espalda, argumentaba una y otra vez.
- …sí, robar al quien tiene para dárselo quien no tiene. Hacer que el pueblo tome su propio destino, como la república romana. Ya que te enseñé a leer deberías leer a Rouseau, a Voltaire, a Montesquieu. Ellos lo ven bastante claro, saben que las naciones las constituyen los ciudadanos, no los reyes, ni los curas, ni los nobles, el destino de los pueblos…
- ¿A Montes quien a dicho usted, señor?
Felipe terminaba su tarea sin mirar siquiera a donde quiera que estaba orinando, de modo que apenas se percató de que Diego estaba allí con los ojos abiertos y viéndole el miembro y el chorrito cayéndole en la cara.
- Pos mire usted señor yo, la verdad es que no conozco a esos señores… ¿los invitó el ama alguna vez a almorzar?
- No, Esteban, no hace falta que les conozca, sino que los lea. Mas ahora, nuestra empresa es encontrar una cuadrilla y echarnos al monte, iremos en contra del poder establecido…
- Y en el monte qué, mire usted mi señor que allí sólo hay garrapatas.
- ¡Te equivocas! En el proscrito reside el corazón del pueblo libre… y quiero advertirte que de ahora en adelante no me llames señor, ni amo, en adelante somos iguales…
- No sé yo si el ama estará de acuerdo.
- ¡No quiero oír ni hablar de mi madre!
- Pero si ella es la que…
- ¡Ni hablar, ¿de acuerdo?!
- Sí señor.
- ¡Y no me llames señor!
Diego resucitaba, se hundió para emerger algo más limpio, se dio la vuelta y gateo entre el fango hasta alcanzar la tierra seca, allí cayó exhausto y aterido de frío. Con mucho esfuerzo y temblando consiguió levantarse, comenzó a caminar y vio un buen sitio, no muy lejano, en donde entrar en calor.
Juan de Dios Martinez, el herrero de manos recias, se reía de su esposa, mira que orinarse por ver a un muerto flotando.
- Si hubieses visto los campos de Flandes, sembraditos de cadáveres, españoles y flamencos, católicos y lo que quiera que fuesen los otros, JAJAJA – reía sin misericordia, al tiempo que subía y bajaba el fuelle simulando cierto acto amoroso y con el cual excitaba al fuego. De repente le dio un retortijón, nada que no podía obrar…
En ese instante Diego Cerrojo, temblón, apareció en la puerta. Al principio la luz recortaba su silueta y Juan de Dios no le reconoció mas en cuanto avanzó con esos caminares de muerto viviente al herrero se le encaló el rostro, ¡Flandes! En Flandes los muertos estaban muertos y no se movían, Diego vino a posarse suavemente junto al horno, recuperando el calor y la vida. De pronto la esposa de Juan de Dios comenzó a reír, eran carcajadas aún más exageradas que las de su marido; un bulto tiraba del pantalón de Juan de Dios hacia abajo, además allí olía mal, muy mal y ella no había sido.
Mientras tanto Esteban Dolores y su criado, perdón su igual, Felipe Romero, más conocido por todos como Feliperro, seguían adentrándose en Sevilla siempre sin abandonar la referencia del río. De pronto en su camino se cruzó una culebra de un metro y Esteban gritó como una niña, Feliperro la tomó y la convirtió en látigo. El animal murió al instante, como vio que su amo aún seguía asustado tuvo a bien tirarla en el río en donde una cigüeña escuálida la tragó en menos tiempo del que se dice.
- Pos no sé qué decirle señor, si le da miedo de una serpiente cómo se va usted a enfrentar al poder ese.
- Es distinto Felipe, tu ignorancia te nubla el entendimiento. Deberías saber que lo que tengo es una manía hereditaria.
- ¿Cómo los cortijos mi señor?
- ¡No, Felipe, no, a los cortijos renuncio, a esto no puedo renunciar, además te he dicho que no me llames señor!
Qué captura, Dios mío, qué captura, Aurelio y su compadre habían pescado un esturión que pesaba lo menos “dos arrobas”. Tantos días sin coger una pieza en condiciones y al fin un pez con el que presumir en la cofradía de los pescadores. Los compadres se reían y cantaban, buscaban el embarcadero para enseñárselo a quien quiera que estuviese por allí. Lo subastarían, mas antes había que darlo a valer y pasarlo por una romana que diese con el peso. Su marca constaría en la pared de la cofradía durante años, Aurelio pensó que era su día de suerte. Por fin iría a la hostería a buscar muchachas con las que revolcarse toda la noche. ¡Oh!, como se iba a poner el sable, brillante como la cabeza de un santo.
- Aurelio, estoy deseando hacerlo dineros.
- ¡Ca! Y yo compadre, subastado, que corra la voz por toda Sevilla, que se enteren los nobles, los hidalgos y quien quiera que tenga plata, si no lo vendo bien vendido no soy hombre.
Cuando llegaron al puerto la gente se arremolinaba para ver la captura, no podían creerlo, era el pez más grande que habían visto. Un niño tocó la panza del animal y de la cola brotaron unas motitas negras, el chaval las cogió y se las llevó a la boca. Hizo un gesto de asco y se fue espantado por una colleja arreada por Aurelio quien además amedrentó a todos los niños que curioseaban.
- ¡Y el niño guarro, comiéndose la mierda del pez! ¡Anda y ve y cómete una… !
- ¡Os lo compro! – dijo un caballero indiano
- No se vende todavía, vamos a hacer una subasta.
- Os doy cien reales de a ocho.
A los pescadores se le encendieron candilejas en los ojos, pero al instante sembraron a avaricia y les floreció en las sonrisas. Si este tipo les daba cien reales es que valdría diez veces eso.
- Lo siento, no está a la venta, de momento, lo subastamos esta tarde. Cuando todo el mundo pueda verlo.
- Lo siento señores yo sólo pago la frescura.
- Lo siento yo, este pescado se come incluso una semana después de pescarlo. Y eso lo digo yo que soy pescador y entiendo de pescado o no soy hombre.
El caballero indiano se marchó y los compadres se lamieron los bigotes, qué negocio, Dios qué negocio. Saltaban de alegría y bailaban. Cogieron su pieza entre los dos como quienes transportan una viga y comenzaron su paseo por las callejuelas. Daban voces para que la gente se asomase y en efecto llevaban un amplio séquito, y la gente aplaudía como si en realidad pasase el mismísimo rey por sus calles. En un momento dado Aurelio extasiado dejó la pieza a su amigo y comenzó a bailar. Una hora después en toda Sevilla sabían que subastarían la pieza en la cofradía por la tarde.
- ¡Mira, la hostería de Cristófano! – dijo Aurelio.
- ¡Deja! Allí no entro que es una pocilga y las putas pegan bichos.
- Pos a mí me da igual esta noche la pongo en remojo, jejejeje, compadre, en remojo, cojo a una y le hago ¡toma! jejejeje – reía mostrando su sonrisa mitad desdentada, mitad mohosa.
Al decir ¡toma! asustó a un mulo marrón amarrado a una argolla y cuyas ojeras le servían de toldo, que comenzó a cocear, de tal manera que el pobre Aurelio se giró con tan mala suerte que se le cascó la hombría. Aurelio aullaba, su compadre se desentendió del pescado e intentó ayudarle. Ambos corrían en busca de un médico y con los nervios dejaron al esturión secarse al sol. Cinco minutos después el pez era transportado en procesión por varios niños uno de los cuales aseguraba que la mierda del bicho dejaba un buen regusto.
Un buen rato antes Esteban Dolores y su amigo Feliperro, caminaban sin rumbo por Sevilla. Esteban seguía buscando gente dispuesta a echarse al monte y combatir la desigualdad social. Feliperro era más simple, quería comer, dormir y andando con suerte mojar un poco. Ambos era muy diferentes Felipe era delgado y alto, mientras su amo era ancho y cabezón, no obstante se afeitaba y se arreglaba de tal modo que conseguía ennoblecer sus facciones, todo lo contrario que su criado a quién los pelos le vestían los brazos y le subían por el cogote hermanándose con los de la barba, por cierto, pringosa y sucia. ¡Ah! Si estuviera por aquí Santorcaz… El caso es que amo y criado discutían, Feliperro tenía demasiada ropa para la época en la que estaban y Esteban quería que se la quitase.
- Por nada del mundo mi señor, que con el sudorcito encuentro el frescor.
- Bobadas, cualquiera que te vea dirá que estás loco.
- ¿Y quién no está loco?
En ese momento pasó delante de ellos una bella señorita llorando desconsolada y diciendo
“soy fea, soy fea” para después pasar un bachiller susurrando casi para sí “¿pero qué he dicho? ¿Qué he dicho?”
- Ve señor, todo el mundo está loco, usted quiere que lea a un tal ruso, a un tal vuelta aires y al montes no sé quién, a ver si eso no es de locos, su madre que lea la biblia, que a mí me da mucho miedo, y…
- ¡Calla! Mira eso… - dijo señalando un antro al parecer concurrido - es perfecto.
- A ver, la Hos-te-rí-a de Cris-tó-fa- fa-no Bu-t-ta-re-lli. La hostelería de Cristofafano butetareyi.
- Debe estar sembrado de granujas. Es perfecto para nuestros propósitos.
- Por mí señor será perfecto estando sembrado de morcillas, chorizos y tocino…más me gusta esto que irme al monte por que lo diga el tal Montes Quien.
- ¡Entremos! ¡Y no me vuelvas a llamar señor!

martes, 15 de junio de 2010

CAPÍTULO III: ¡VAYA EMBRUJO!

LG

Verdad era que luego de que Maese Carrasco hubo probado el menjunje de Buttarelli, el tiempo se detuvo de improviso en toda la hostería, de modo tal que como en el cuento de “La bella durmiente”, comenzaron a crecer las zarzas dentro del establecimiento de marras, quedando todo en el mismo lugar y momento en que estaba sucediendo.


Es así que por arte de birlibirloque, el tabernero quedó rascándose el trasero (puff, las rimas de Maese Carrasco, parecen contagiosas), durante tantísimos años, que donde debía tener el pellejo quedóle un gran agujero rebosante de unos gusanillos que criábanse gordos y saludables.

A don Fabrique ya le había crecido el ojo que le faltaba; las gitanas hedían bajo las faldas como el mismísimo buque pesquero que atracaba en puerto una vez cada seis meses, por lo que las plantas que a su alrededor crecían, se quemaban sin remedio por los gases letales que de allí se desprendían. Eso sin contar que cada tanto, algún gato vagabundo, cruzaba a campo traviesa atraído por el tufillo y al llegar al lugar, quedaban patitiesos sin remedio.

La mujer de Buttarelli había quedado cocinando uno de sus guisados “especiales”, de modo que la marmita que usaba, con el paso del tiempo, quedó más negra que una tribu africana toda junta en el mismo lugar. La niña María de los Milagros habíase conservado virgen, pero no por su voluntad sino porque “nadie se movía”. La única alma que se desplazaba entre tanta inmovilidad era doña Merceditas, que frotándose las manos, como cualquier bruja que se precie, había logrado que la niña no se pudiera casar con el gentilhombre que su familia le había asignado por esposo. Éste, cansado de esperar por la niña, desposóse con una duquesa, que a la sazón se decía, guardaba entre sus cabellos una nutrida nube de piojos. Pero esto nunca llegó a comprobarse, claro.

El hecho es que, doña Tortuguita, la bruja, deshizo el hechizo ni bien el noble pretendiente se hubo casado con la otra, de modo que María de los Milagros, seguía siendo tan pura como había nacido. Es que doña Merceditas le tenía reservado un candidato especial…

Roto el embrujo, comenzaron todos a desperezarse de su largo letargo. La mujer de Buttarelli debió untar el trasero de su marido con aceite de bacalao de tan paspao que estaba, luego de quitarle los gusanillos; Maese Carrasco chorreando menjunje recitó:

-Benditos lo ojos que te ven, niña del harén. –Aunque nadie parecía comprender la brillantez de semejante verso.

Así, poco a poco, la hostería volvió a cobrar vida, y con ella todos sus personajes. Y hablando de personajes, también se le taparía la boca a cierta doña Mary que andaba vociferando:

-¡Dónde estáis todos! -Que la tal ya se ponía loquilla. Ni hablar de la parroquiana apm que venía día a día para ver qué se cocía en la hostería de Buttarelli, y se iba, inevitablemente desilusionada.


Y ahora, no os vayáis, que las puertas están abiertas nuevamene y se puede esperar cualquier cosa… ¡Pardiez!